El Rey Jorge I de Inglaterra publica edicto de perdón
Ley del Rey Jorge
Los piratas ingleses
hacía tiempo que estaban al margen de la ley. El motivo era obvio: comenzaron el
asalto a mercantes de su misma nacionalidad. El capitán Johnson, que no es otro
que Daniel Defoe, autor de la novela Robinsón Crusoe, dejó escrito en
su Historia general de los robos y crímenes de los más notorios piratas
que el comercio inglés se resintió más por los actos de piratería que por las
guerras que mantuvo con España y Francia.
Una medida que puso en práctica Inglaterra para reducir los acosos fue la de
promulgar un edicto de perdón para todos aquellos que abandonasen la piratería
antes del 5 de septiembre de 1718. Algunos piratas se acogieron a tal amnistía,
como Henry Jennings, que lo hizo nada más llegar la noticia a la isla de Santa
Catalina (Providence), aunque, según relata el mismo Defoe, "la mayor parte
volvieron a las andadas, y como perros al vómito". Si Inglaterra parecía
tan generosa ofreciendo el indulto, cabe preguntarse si éste era lo
suficientemente atractivo para los piratas.
La piratería no siempre
perseguida
La piratería, no obstante, no estuvo siempre al margen de la ley. Cuando los piratas ingleses, franceses y holandeses, principalmente, se limitaban a atacar navíos españoles, los respectivos gobiernos no ponían incovenientes al pillaje que cometían, al contario, lo fomentaban. Francisco I de Francia, por ejemplo, después que Jean Fleury abordara y robase en 1523 tres carabelas españolas que se dirigían a Sevilla con parte del tesoro de Moctezuma, se apresuró a extender patentes de corso a cuantos capitanes de alta mar lo solicitasen. Henry Morgan, otro ejemplo, fue nombrado Sir por el Rey Carlos II después que saquease Panamá, a pesar que España e Inglaterra habían firmado en 1670 la Paz de América. Francis Drake, protegido y nombrado Caballero por Isabel I, Walter Raleigh, Robert Devereux...
Apoderarse de los transportes españoles tenía el visto bueno de Inglaterra, Francia y Holanda y, a veces, suponía una condecoración. No obstante, los piratas ingleses no se conformaron con los galeones que ponían rumbo a España repletos de oro, plata y pólvora sino que atacaron a barcos de la propia Corona. Es en ese momento cuando son perseguidos en su país y no antes. Es cuando el Rey dicta órdenes de busca y captura, pone precio a algunas cabezas y comienza a luchar contra la piratería.
Corsarios
Las numerosas guerras entre Inglaterra, Francia y España y la independencia de las colonias españolas en América, hicieron que las potencias buscasen una fórmula barata para reforzar sus Armadas. La respuesta la encontraron en los piratas. El pacto que se establecía entre ellos consistía en que el país otorgaba una licencia, la llamada patente de corso, autorizando al navío a enarbolar el pabellón real y acreditándole como buque a su servicio. Por contra, el ahora corsario se comprometía a no atacar al país que dispensaba la citada patente y a dedicarse a esquilmar a sus enemigos, causándole las mayores bajas posibles o provocando los mayores daños, pudiéndose quedar el corsario todo aquello que capturase, ya fuesen navíos, mercancías, dinero o personas que podría utilizar más tarde para pedir un rescate.
Con la patente de corso, el pirata estaba considerado como patriota por el gobierno que le otorgaba la licencia ya que actuaría en su nombre y lucharía contra sus enemigos como un acto de guerra. Para el país atacado, en cambio, poco importaban esas credenciales ya que los asaltos, expolios, robos, secuestros y asesinatos que pudieran cometerse contra sus barcos o enclaves costeros serían considerados ilegales y, quien los cometiese, simples piratas, hubiese o no por medio patente de corso.
¿Dejar la piratería?
Dejar la piratería debería suponer algo más que el mero perdón del Rey Jorge. La decisión, para un pirata, era compleja. No sólo se trataba de salvar el pellejo de la horca. Intervenían otros factores determinantes como la posibilidad de encontrar un trabajo en tierra, si merecía la pena perder la libertad que gozaban y debían cerciorarse, además, de poder vivir bajo el yugo de unas leyes de las que se habían reído a carcajadas. Deberían pensar, pues, en cómo rehacer su vida y si el salto que iban a dar podría compensarles.
Antes me tienen que capturar
El argumento para renegar de la bandera negra era evitar el posible ahorcamiento, pero los que estaban convencidos en continuar con el pillaje sabían que para ser condenados por piratería debían antes ser capturados, lo que no estaba garantizado que ocurriese y ninguno de ellos iba a ponérselo fácil a la armada real.
Conseguir un trabajo, tarea difícil
Los piratas que no habían ahorrado un gramo de oro y no tenían oficio, poco podían hacer fuera de los barcos, salvo robar y matar. Y nadie, en un principio, iba a dejar la piratería para convertirse en salteador de caminos. El fin de ambos, de ser apresados, era el mismo. Así que no es de extrañar que escogieran el medio en el que mejor se desenvolvían, que era, precisamente, el mar. Pero aún dispuestos a trabajar, no debería estar al alcance de cualquiera conseguir una ocupación o, por lo menos, resultaría difícil lograrla sin estar especializado y, de encontrarla, con escasa remuneración.
La decisión de dejar las armas debían tomarla antes de saber si en tierra les aguardaba un futuro prometedor. El Rey, en definitiva, les pedía que dieran el paso a ciegas porque él no se iba a encargar de buscarles casa, trabajo y otras comodidades. Cada uno debería buscar su alternativa. Así que las preguntas que se hicieran son de rigor: ¿merecía la pena cambiar todo por un trabajo, las más de las veces, miserable? ¿y si después de abandonar el pillaje no se consiguiese ese trabajo tan necesitado?¿de qué vivir entonces? ¿el papel firmado por el Rey era acaso comestible? ¿sería preciso entonces volver a la piratería? Ante las dudas, la posible miseria, la mendicidad o el robo, la mayoría optó por no dar el paso.
Igualdad, fraternidad
En un barco pirata se respiraba igualdad y democracia además de un, llamémosle así, seguro social. Y la tripulación jugaba un papel muy importante respecto a las decisiones que se tomaban a bordo. Así, decidían el rumbo de la nave, el número de latigazos que se imponía como castigo a una falta, el futuro de los prisioneros, el rescate que debía pedirse tras un secuestro, los barcos a abordar. Y esta igualdad se aplicaba a otras facetas de su existencia, como era el reparto de los botines. El botín pertenecía a la tripulación y se repartía equitativamente, conforme se había pactado. Primero se descontaban las indemnizaciones por heridas y daños y, sólo luego, se hacía el reparto en el que el capitán, piloto, artillero, carpintero y cirujano recibían mayor cuartel que la marinería, yendo a parar la parte de los muertos a la Cofradía de los Hermanos de la Costa, agrupación bucanera nacida en el siglo XVII. Esta generosidad no se reñía con lo estricto de las normas, pues nadie podía robar ni una pieza del fondo común sin ser serveramente castigado.
Compensación por accidentes laborales
Para obtener el botín había que luchar. Y en la pelea entraban en juego las balas de cañón, las astillas de madera que saltaban tras los fogonazos, las pistolas, las caídas de vergas y velámenes, los sables, los cuchillos, produciendo todo ello marcas inconfundibles como cicatrices, pérdidas de ojos, roturas de miembros, amputaciones y, como no, una gran mortandad. Estas heridas eran medallas para ellos, y se llegó a fijar una cantidad por lesión sufrida para, principalmente, la pérdida de algún ojo y amputaciones de piernas, brazos y dedos. Este sistema de seguro social quería compensar las heridas de guerra, que a veces, y por la gravedad de las mismas, motivaban el abandono de la piratería por dejar de ser útil a bordo. Y cuando esto ocurría, siempre que en la escaramuza se hubiera atrapado botín, el pirata recibía una suma que empleaba a voluntad y con la que podía iniciar en tierra algún negocio. En el mundo que les estaba abriendo los brazos no se preveían, en cambio, compensaciones económicas o en especie para los accidentes a consecuencia de los cuales podrían quedar lisiados, inútiles y, tristemente, mendigos.
Daba la impresión que las leyes de tierra favorecían la desigualdad y el distanciamiento de los hombres cuando, entre ellos, la unión era cada vez más fuerte. Tal fue el grado de compañerismo que existió en el mundo pirata que en el último tercio del siglo XVII se creó, en la isla de la Tortuga, la Cofradía de los Hermanos de la Costa, asociación de bucaneros que regulaba el reparto de los botines, las indemnizaciones por heridas de combate o, sencillamente, se hacía cargo de viejos piratas que ya no podían valerse por sí mismos.
La intransigencia de la ley
Estos sentimientos de fraternidad de la comunidad bucanera estaban regidos por unas normas. Los piratas rechazaron una sociedad y crearon otra a su medida. Con sus leyes, muchas veces aprobadas sobre cubierta a mano alzada o a viva voz, garantizaban su convivencia y supervivencia. Y sus estatutos no eran más duros de los que imponía el monarca. Ambos castigaban la desobediencia al capitán, robar a los compañeros, ser un traidor o un cobarde, esconder comida, dejarse una vela encendida sin ninguna vigilancia. Latigazos o la pena de muerte, era el castigo, dependiendo de la falta. Pero en un barco pirata muchos delitos que el Rey penaba con la horca no eran considerados como tales por ellos. Es el caso del amotinamiento. Si un grupo de piratas se rebelaba contra su capitán y se hacía con el barco, ni iba a ser calificado de motín este cambio de poder ni iban a ser juzgados por ello. En la armada, en cambio, el motín se castigaba con la soga fuese cual fuese el resultado del mismo. Y cualquiera que hubiese participado en uno tendría que estar alerta durante toda su vida para no ser reconocido y evitarse el consejo de guerra.
La felicidad del pirata
En un buque de la Armada, el capitán era nombrado por el almirantazgo y debía cumplir los objetivos que le marcaban: comercio, transporte, vigilancia, protección, hacer la guerra, desempeñando cada uno de ellos bajo unas severas condiciones de obediencia y jerarquía. En un navío pirata, en cambio, los planes variaban según convenía y el título de patrón no era vitalicio.
El capitán podía ser depuesto por la tripulación en cualquier momento y, si quería conservar el cargo, debía mantener a ésta contenta; es decir, debía de encontrar comida, bebida, barcos para asaltar, ganar batallas, capturar botines y dirigirse de vez en cuando a puerto para gastar el oro. En una palabra, debía de procurar la felicidad de sus hombres puesto que se arriesgaba a ser depuesto en caso de no conseguirlo.
Puede decirse, en consecuencia, que los piratas de la Cofradía de los Hermanos de la Costa vivían moderadamente satisfechos; con el inconveniente de poder ser capturados por el Rey y quedarse sin cuello, eso sí, pero satisfechos a fin de cuentas. Su capitán les protegía y sus compañeros de abordaje eran sus amigos y sus camaradas. Los barcos, de esta guisa, se convertían en sus casas, en sus hogares, en sus lugares de trabajo y, en ocasiones, en su única familia.
Pertenecer a una de estas tripulaciones era, sin lugar a dudas, más democrático, humano y, desde luego, más lucrativo que enrolarse en cualquier navío oficial de cualquier país. Y si a esto añadimos que la amenaza de la horca era precisamente eso, una posibilidad remota y no una sentencia de muerte con fecha de ejecución; que la vida en tierra no estaba exenta de riesgos, miserias y enfermedades que garantizasen una mayor longevidad ni tampoco que les diese más felicidad; y que estar bajo la sombra del rey significaba asumir una existencia más desprotegida, insolidaria, pobre y servil, no es de extrañar que el edicto de Jorge I de Inglaterra no cuajase entre los piratas.